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Katie Holmes, una mujer que descongeló por primera vez el frío corazón de Estados Unidos cuando tenía 19 años y tenía un rostro fresco. el torrente de Dawson— ha sido, durante la mayor parte de tres décadas, un emblema del arquetipo de la vecina: natural, modesta y sin esfuerzo. En el año 2000, se publicó una biografía del actor (“¡con ocho páginas de fotografías en color!”) con esa descripción precisa, y unos 20 años después, revistas de moda, como ésta, publicaban listas que seguían posicionando a Holmes como un ícono saludable.
Y con razón: el guardarropa del actor es directo y accesible, y rara vez se desvía de jeans rectos, camisas de manga corta y zapatillas de ballet con punta cuadrada, que no son más que los efectos de una mujer cualquiera con suficiente poder blando para convencer a una generación entera de mujeres vuelva a usar cuñas de corcho. Holmes es, en otras palabras, un raro ejemplo de una persona famosa que usa “ropa”, a diferencia de piezas, prendas y el término más temido de todos… “moda”.
Pero me pregunto si Katie Holmes podría tener algo más que una inefable relación con el Medio Oeste. Eso se debe a que, anoche, cuando asistía a la última noche de Alan Cumming no actúa según su edad En Broadway, Holmes vestía una gabardina de mezclilla llena de ojales de metal y un par de zapatos planos de charol con tachuelas. Esto es lo más loco, malo y peligroso que puede llegar a ser esta celebridad, un alejamiento de la fórmula marimacho y vecina de al lado que, quizás, lleva 30 años en desarrollo.
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